La Sociedad Europea de Cardiología (ESC) ha participado en la elaboración de dos documentos de consenso y directriz en los últimos tres años, dedicados a la diabetes pero dirigidos a los cardiólogos. Estas guías no son un dechado de sensatez. En algunos asuntos 'se tiran de la moto', como en el de pretender que a todo diabético se le practique una prueba de esfuerzo y a todo cardiópata un test de sobrecarga oral de glucosa.
Críticas aparte, es loable el interés por despertarnos a una realidad que tenemos encima y se nos vendrá agigantada. La diabetes nos debe interesar más y debemos conocerla mejor. Pero aún hay quienes siguen renuentes a hacerlo y se limitan a enviar al endocrinólogo a todo paciente con diabetes o sospechoso de serlo. No está mal hecho, pero tal y como funciona nuestro sistema sanitario, no parece ser esta la mejor solución para nuestros pacientes en muchos casos.
Tenemos que afrontar este problema con decisión y con conocimiento. Por muchas razones. Una es que bastantes diabéticos se enteran de que lo son cuando ingresan con un síndrome coronario agudo. Y compete a los especialistas cardiólogos poner en marcha el proceso de adiestramiento del paciente e iniciar el tratamiento. Por otra parte, los cardiólogos estamos acostumbrados a tratar los factores de riesgo cardiovasculares. Lo llamamos 'hacer prevención', sobre todo secundaria pero también a veces primaria. Y creemos que lo hacemos bien. En realidad lo que mejor hacemos es recetar fármacos vasculoprotectores; lo de controlar los factores de riesgo es otra historia de la que quizá hablemos en otra ocasión.
La diabetes no deja de ser uno de los cuatro factores de riesgo importantes, por lo que fácilmente podríamos meterla en el 'paquete preventivo'. Lo que no es lógico es sacarla y encargásela a otros. Otra razón es que el estilo de vida que requiere el diabético es idéntico al que diariamente predicamos a nuestros pacientes cardiacos. Además, los pacientes que acaban de padecer una complicación cardiaca quizá (aquí el adverbio debería ser probablemente, pero por desgracia aún no lo es en muchas zonas del país) sigan un programa de rehabilitación y, en cualquier caso, al principio se toman muy en serio el estilo de vida. Luego se van relajando. Y los médicos descorazonando de predicar en el desierto. Lo que a su vez se transmite en forma de desánimo a los pacientes. Estos van desistiendo paulatinamente de hacer lo que deben, van engordando poco a poco (a veces de golpe al dejar de fumar, y les consolamos diciendo que es mejor ganar algo de peso que seguir fumando; seguramente lo es, pero esa complacencia no va a ningún sitio bueno) y al final estamos como al principio, con el médico desencantado y el paciente resignado.
Hay también algunos obstáculos para que el cardiólogo se haga cargo de tratar la diabetes de sus pacientes. El principal es la autocomplacencia, vicio más prevalente en los 'superespecialistas'. Dejan las arterias coronarias tan niqueladas, hacen unos estudios o unas técnicas instrumentales tan brillantes que creen que todo acaba ahí; y detalles como tratar la diabetes los consideran aspectos engorrosos que deben torear otros profesionales de menor rango. Sin caer en ello, puede que los diferentes especialistas que intervienen en el proceso de atención a los pacientes cardiológicos, sobre todo con complicaciones agudas, piensen que lo hará el otro (“el uno por el otro, la casa sin barrer”). Se diluye la responsabilidad entre 'intensivistas', 'angioplastas', 'los de planta', electrofisiólogos, cardiólogos extrahospitalarios, médicos de atención primaria, etc.
Otro obstáculo es que algunos todavía se sienten poco familiarizados con las terapias antihiperglucemiantes. Ciertamente no son tan sencillas como los hipolipemiantes: un análisis sencillo, un puñado de estatinas y apenas nada más. Pero recuerda los antihipertensivos al principio. Había largas listas de escenarios en los que eran más aconsejables unos que otros por detalles que hoy nos parecen nimios. Ahora hay dos variables de control, la presión de consultorio y la domiciliaria, cinco familias principales que conocemos bien y unos pocos principios generales de indicación. A pesar de las farragosas y tornadizas guías, dicho sea de paso.
Con los antidiabéticos pasa algo parecido. A nada que nos empeñemos, conoceremos enseguida las distintas familias (tampoco son tantas) y cómo usarlas. Los parámetros de control, por suerte, son también simples: la glucohemoglobina y, en los que llevan insulina, algunos perfiles de glucemia periódicos. Las directrices clínicas nos aconsejan además guiarnos del sentido común en cuanto a los objetivos.
El último obstáculo que a veces nos frena es el desdén por la hiperglucemia como factor de riesgo macrovascular. Desde hace años nos han repetido machaconamente (ciertos malpensados lo atribuyen a los propios endocrinólogos, para que no nos metiéramos en este terreno) que el control de la glucemia previene las complicaciones microvasculares y apenas las macrovasculares. Esta falacia es la misma que hace años se defendió para la hipertensión: bajar la presión reducía los ictus y apenas los infartos. Luego se vio, lógicamente, que aunque el riesgo relativo se reduzca cuantitativamente más en el ictus, no deja de ser rentable bajar la presión para prevenir infartos. Lo mismo pasa en la diabetes. En el paciente con complicaciones vasculares avanzadas poco se puede hacer ya para prevenirlas significativamente, pero eso no quiere decir que no haya que hacerlo. Pero sin pasarse. En otra ocasión igual hablamos de la curva en J.
En conclusión, ten muy en cuenta la diabetes y procura saber todo lo que puedas de su fisiopatología y de su tratamiento. Piensa que va a ser el factor de riesgo cardiovascular preponderante en los próximos decenios. Si vas a seguir atendiendo a pacientes con cardiopatías, no olvides que por lo menos la mitad de ellos tienen ya o tendrán diabetes. ¿Vas a pasar de ellos?