De liberté, nada. Muchos de los médicos que trabajan para el sistema público no son libres para recetar lo que quieran. Se les incentiva para que prescriban por principio activo o directamente los genéricos; y/o se les hostiga si no lo hacen. Además, en algunas comunidades autónomas al menos, los farmacéuticos están obligados a dispensar un genérico con preferencia al fármaco original, aunque valgan lo mismo.
¿Egalité? ¿Que los genéricos son iguales que los medicamentos originales? ¡A otro perro con ese hueso! Nadie da duros a cuatro pesetas. Por lo tanto de algún sitio tiene que venir el ahorro. Aparte de los envases (¿os habéis fijado que algunos destiñen?), es difícil de creer que todos los componentes y los controles de calidad sean exactamente los mismos. De hecho no lo son, ni en cantidad ni en calidad. Cuando las autoridades sanitarias, políticos varios o defensores de los genéricos (sea obligados o convencidos) afirman -y lo hacen a menudo- que son idénticos a los originales siempre intento fijarme si se ponen colorados. Pero no, debe ser que de tanto repetirlo han acabado por creérselo. Vale, en realidad no dicen que son iguales (algunos sí), sino que son "equivalentes". Esto es cierto, pero no lo es menos que previamente se ha definido la equivalencia con un margen de identidad de hasta el 20%. Así cualquiera es equivalente. Desde que me enteré de esto afirmo que soy tan alto como cualquiera de los hermanos Gasol (si la estatura media es de 174 cm, con esa regla serán equivalentes todos los que midan entre 140 y 210 cm). Menos mal que en los surtidores de gasolina no rige esa equivalencia; si fuera así pagaríamos 40 litros y nos pondrían 32 (¿o alguien cree que le pondrían 48?).
Quizá ese concepto de equivalencia sea plausible en términos farmacológicos. Pero los clínicos vemos todos los días cómo al cambiar de un medicamento a otro genérico, o de estos entre sí, los efectos clínicos menguan a ojos vistas. No en todos los casos, pero se ve mucho en fármacos con dosis de ajuste estrecho y efectos comprobables (diuresis con furosemida, pulso con betabloqueantes, presión arterial con algunos antihipertensivos).
Porque además los genéricos no se fabrican igual que los originales. Convendría que alguien pasara un vídeo de cómo se manufacturan en el Extremo Oriente, cómo se transportan a los centros de envasado en nuestro país y cómo se despachan para la venta. Y cuántos lotes de productos ya listos para la comercialización se desechan por no tener el contenido obligatorio de principio activo o la calidad mínima exigible tras una inspección aleatoria. Lo cual lleva a pensar que, como solo se inspecciona una mínima parte, muchos lotes insuficientes (por decirlo suavemente) pasan al consumo de nuestros pobres pacientes.
Tampoco aparece la fraternité por ningún sitio. Cierto es que la factura por medicamentos del sistema público se ha reducido. Pero a base de mermar la calidad, de mandar al paro a muchos empleados y de desincentivar las inversiones de muchas compañías farmacéuticas (multinacionales y genuinamente nacionales). A costa de favorecer a empresas cuyo beneficio se basa en aprovecharse de trabajadores orientales sobreexplotados.
Si la factura medicamentosa se ha reducido no ha sido por los genéricos. Se debe sobre todo a los precios de referencia, que ha hecho que los fármacos originales hayan bajado. Los genéricos son baratos (no todos, véase la atorvastatina 80 mg que tanto usamos), pero no más que los de marca. Cuestan lo mismo. Pero no valen igual. Y por el hecho de disponer de genéricos los pacientes no tienen más fácil acceso a los tratamientos. El acceso a los fármacos es exactamente el mismo. El argumento de que los genéricos son baratos tiene además otro efecto perverso. Pacientes y médicos piensan que como son baratos se pueden prescribir/tomar más liberalmente. Y no hay nada barato si es innecesario. Ni nada más caro (y no solo ni principalmente en términos económicos) que una patología mal tratada.
Dr. Eduardo Alegría Ezquerra
Servicio de Cardiología. Policlínica Gipuzkoa, San Sebastián.