Todos necesitamos hidratarnos. Para eso usamos las bebidas. Aparte el agua, ingerimos otras cuya relación con las enfermedades cardiovasculares está de moda.
Algunas parecen tener efectos favorables, en sus justas proporciones y cantidades y con las debidas reservas a falta de estudios concluyentes (que, por otro lado, escasamente pueden serlo por la índole a corto plazo con que se emprenden). Por ejemplo, el té por sus flavonoides y el cacao por sus flavanoles, que verosímilmente reducen el riesgo cardiovascular. El consumo de leche también tiene visos de asociarse con menores tasas de hipertensión arterial, gracias a ciertos tripéptidos que contiene. Del zumo de naranja no se sabe seguro si mejora la función cardiaca, pero podría ser. Se ha escrito mucho sobre los efectos heterogéneos del alcohol, sobre los que no vamos a detenernos aquí. De las demás bebidas más consumidas trataremos esta vez de las edulcoradas (prescindiendo del contenido en excitantes de algunas, que queda para otra ocasión).
Sabemos desde hace tiempo que las bebidas edulcoradas son desastrosas para la salud. Precisamente por eso llama la atención que no se haga tanto énfasis en este aspecto de la dietética aplicada a poblaciones como se hace con otros, por ejemplo el colesterol. Acaso porque las campañas contra el colesterol vienen apoyadas por productos que supuestamente lo controlan. Mientras que las bebidas edulcoradas están por el otro lado apoyadas por compañías inmensamente poderosas que gastan lo suyo en contrapropaganda. Lo mismo que las "comidas basura", que se llaman así con todo merecimiento pero cuyo desprestigio por parte de las entidades encargadas de la salud es algo pusilánime.
Las bebidas edulcoradas son hoy día la fuente principal de azúcares en la dieta de muchas personas. Las hay de dos tipos, las azucaradas (que llevan sacarosa) y las edulcoradas artificialmente. El edulcorante que con más frecuencia se añade a estas bebidas es la fructosa procedente de la miel o sirope de maíz (por cierto, esta práctica permite a los fabricantes no mentir cuando ponen en la etiqueta "no contiene azúcar"; pero no señalan que la fructosa tiene los mismos efectos desfavorables que si tuvieran sacarosa). En otros casos se añaden los edulcorantes sintéticos, que endulzan más y aportan menos calorías que los naturales. Por eso las bebidas que los llevan se etiquetan de acalóricas ("0 calorías", que no es lo mismo ni verdad). Peor es que las llamen "light", pues no lo son ni en calorías ni en perjuicio. Parece incluso que estas bebidas son aún más dañinas que las edulcoradas con productos "naturales" en términos de obesidad y diabetes. Pero ese nombre da al consumidor una falsa seguridad de que pueden beberse inmoderadamente, con lo que sus peligros aumentan. Y, de hecho, se consumen a capricho, sin sed (el colmo es que personas famosas hagan alarde de consumirlas en cantidades francamente espeluznantes). Los edulcorantes más utilizados en los refrescos suelen ser el aspartamo (que se disimula en la etiqueta llamándolo E-951) y el acesulfamo K (E-950). Lo mejor que se puede decir de ambos es que su inocuidad es muy cuestionable. Quede este asunto para los expertos.
En estos últimos tres años han aparecido decenas de metaanálisis y varias recomendaciones oficiales sobre los perjuicios de las bebidas edulcoradas. Es indudable que aumentan el riesgo de padecer diabetes (un 26%), el de hipertensión arterial (entre el 12 y el 20%; la fructosa está relacionada específicamente con este efecto) y el de obesidad y síndrome metabólico (en un 55%, en especial en adolescentes). También ha quedado patente que aumentan significativamente el riesgo de padecer alguna complicación coronaria (entre un 15 y un 20%).
En un análisis parcial del estudio EPIC-Norfolk publicado recientemente1 han quedado patentes los efectos perjudiciales de las bebidas edulcoradas. El alto consumo tanto de las bebidas azucaradas (batidos o zumos con azúcar) como de las edulcoradas aumentó en un 22% la incidencia de diabetes, cosa que no hicieron ni las bebidas naturales ni los zumos de frutas. Y la sustitución de las primeras por estos últimos o por agua redujo el riesgo en proporción parecida.
O sea, hay datos de sobra para apoyar la limitación del consumo de bebidas edulcoradas y su sustitución por alternativas más idóneas con el fin de contribuir a mejorar la salud metabólica y cardiovascular de la población. Sobre todo en los adolescentes y jóvenes, sobre los cuales pende una bomba de relojería (como se decía antes, ahora las bombas son mucho más sofisticadas) frente a la cual no parece que nadie adopte medidas drásticas. Para ello habría que emprender campañas de concienciación de más amplio alcance que las presentes.
Habría también que reflexionar sobre algunas de las razones que quizá han entorpecido entrar a fondo en este tema. Una es que hasta ahora se ha hecho más énfasis en las reducciones del peso a corto plazo para disminuir la prevalencia de obesidad en las poblaciones. Esto es menos importante que regular la alimentación y prevenir la ganancia de peso a largo plazo, que es lo que realmente tiene utilidad preventiva. Cuando una persona se hace obesa no es nada fácil que deje de serlo y muy difícil que mantenga el peso adecuado. Otra razón aducida es la escasez de estudios a largo plazo sobre los efectos favorables de las dietas correctas. Ya empieza a haberlos, pero no parece sensato esperar quietos hasta comprobar que tenemos al lobo sobre nuestra yugular si ya le estamos oyendo aullar a cuatro pasos.
Referencia
- O'Connor L, Imamura F, Lentjes MA, Khaw KT, Wareham NJ, Forouhi NG.
- Diabetologia. 2015;58:1474-83.