Asociado a nuestra cultura, a la dieta mediterránea y a la salud, el alcohol ha despertado interés personal, antropológico y religioso desde hace miles de años. Ampliamente estudiado, ha dado pie a numerosas interpretaciones en cuanto a sus beneficios, uno de ellos es llamado “la paradoja francesa”.
De esta se desprende la idea de su efecto cardioprotector al observar una baja prevalencia de cardiopatía isquémica entre aquellos consumidores de grandes cantidades de grasas saturadas regadas con vino tinto. Si bien la mayoría de publicaciones ensalzan este beneficio, muchas otras atribuyen dichas cualidades a la cerveza o bebidas alcohólicas de mayor graduación por lo que queda en entredicho si la clase de bebida importa realmente o no. ¿Podemos pues disfrutar de un buen whisky pensando que nos resultará tan beneficioso a nivel cardiaco como podría hacerlo una buena copa del mejor Rioja jamás embotellado?
Por otra parte, el consumo excesivo de alcohol ha sido denostado debido a su potencial efecto nocivo en detrimento de la salud, cardiovascular y global. En base a ello, queda abierto el debate sobre la cantidad óptima cardioprotectora y la dificultad de clasificar el hábito alcohólico leve-moderado a pesar de las múltiples escalas desarrolladas para ello. Las guías de la Organización Mundial de la Salud (OMS) establecen el concepto de “unidad alcohólica”, lo que la mayoría de gobiernos e instituciones llama “bebida estándar” que irónicamente no ha arraigado como tal, no siendo un estándar de medida que permita realizar estudios directamente comparables. Existen numerosos gobiernos que no adoptan la unidad de medida ofrecida por la OMS y entre aquellos que sí lo hacen, los gramos de etanol que representa la unidad varían de 8 a 20 gramos cuando lo establecido son 10 gramos.
Vayamos por partes, las del vino concretamente. Agua, azúcares, etanol, ácidos acético y carboxílico y los fenoles, tanto flavonoides como no flavonoides, son sus compuestos principales. En el primer grupo de estos últimos encontramos la quercetina, un polifenol con amplias propiedades antihipertensivas, antiinflamatorias y protección frente a arteriopatía en diversos territorios. Con una presencia extensa en la dieta mediterránea (vino tinto, té, frutas y verduras) ha demostrado reducir la oxidación del LDL, la agregación plaquetaria y la disfunción endotelial, disminuyendo así la aterosclerosis, la trombogénesis y por ende la incidencia de cardiopatía isquémica (CI).
En el segundo grupo, los no flavonoides, se encuentra el resveratrol. Originado principalmente en las plantas y en la uva, también se encuentra bajo la forma de suplementos nutricionales por su poder cardioprotector. Este es derivado de sus múltiples propiedades beneficiosas sobre la hipertensión, aterosclerosis, ictus, infarto de miocardio e insuficiencia cardiaca.
No podemos dejar de mencionar en este comentario, los polifenoles y el etanol. Los primeros, vastamente presentes en el vino tinto, son potentes antioxidantes que mejoran el perfil lipídico aumentando la concentración de HDL (ojo, ¡a la par que de triglicéridos [TG]!) y reduciendo la susceptibilidad del LDL a la oxidación. El consumo moderado de vino incrementa la producción de óxido nítrico (NO), lo cual induce vasodilatación, reduce la agregación plaquetaria y aumenta la fibrinólisis. Todo ello conduce a una reducción de la rigidez arterial, la trombosis y la hipertensión. En relación al etanol per se, se ha observado un beneficio frente a la diabetes mellitus. La ingesta de cantidades pequeñas a moderadas potencia la sensibilidad a la insulina incrementando los receptores de glucosa. Este hecho junto con el incremento del colesterol HDL y apolipoproteína A (ApoA) podrían contribuir al descenso de incidencia de CI en estos supuestos.
Dicho lo anterior, llega el momento de contestar a la pregunta, ¿tinto o cebada? A priori parece que el contexto social y la hora del día en que nos lo pregunten, van a ser determinantes. Pero ¿cuál sería la respuesta más saludable? Existen numerosos estudios que han puesto en relevancia la asociación inversa entre la ingesta de distintos tipos de bebidas alcohólicas y la CI. A pesar de no existir un patrón claramente identificado para cada tipo de ellas (vino, cerveza, espirituosos) existe un acuerdo epidemiológico al respecto de la reducción de CI atribuible siempre que no sean consumidas en cantidades excesivas. Rimm y colaboradores llevaron a cabo una revisión sistemática en la que identificaron 4 estudios concluyentes a favor de dicha relación con el vino, 4 más sobre la cerveza y otros 3 haciendo énfasis sobre las bebidas de alta graduación. No existe sin embargo acuerdo acerca de cuál es aquella que más beneficio reporta, eso sí, siempre y cuando se tomen en cantidades moderadas. Más allá, el etanol podría tener efectos deletéreos sobre el riesgo arrítmico, muerte súbita, miocardiopatía alcohólica e hipertensión entre otros. Si bien la ingesta recomendada es la “moderada” a raíz de la lectura de esta publicación la no hallada definición universal de dicha cantidad me hace pensar en lo que beben nuestros pacientes… “Lo normal”, sea cuanto sea eso.
En resumen, a pesar de no haber sido identificado un tipo específico de bebida por sus beneficios cardiovasculares, la evidencia disponible sugiere que el etanol y los polifenoles del vino pueden conferir beneficios sinérgicos frente a enfermedades crónicas relacionadas con la cardiopatía isquémica. Los polifenoles abundantes en el tinto, flavonoides y no flavonoides, pueden juntos reducir la agregación plaquetaria, aumentar la fibrinolisis, incrementar el HDL y promover la liberación de NO. Todo ello en un contexto de ingestas moderadas para no sobrepasar el umbral en que dicho hábito se tornaría deletéreo. Reflexionen ahora sobre tus preferencias: tinto, cerveza o cubata. ¿Y cuánto? Lo normal, ¿verdad?
Referencia
Wine and Cardiovascular Health. A Comprehensive ReviewA Comprehensive Review
- Sohaib Haseeb, Bryce Alexander, Adrian Baranchuk.
- Circulation. 2017;136(15):1434-1448.